Mi baja autoestima solo pedía un lugar donde pudiera estar con mis seres queridos, un lugar donde supiera ver y apreciar todo lo que tengo. Perdida por la maldita inocencia que recorrían mis ojos, con las lágrimas que quedaron agolpadas en mi garganta, deseando de salir y con mi prohibición de no dejarles. Entonces, las lágrimas decidieron dejar salir primero a la reflexión, quizás así se ahorrarían su salida. Ahora me daba cuenta de mi error; de lo poco que pienso las cosas antes de decirlas, de lo estúpida que puedo llegar a ser por no tomar prestados unos tres segundos de mi tiempo para encontrar las palabras adecuadas. Mi inocencia había superado todo lo demás.
Al menos intenté creer que realmente se aprende de los errores; tomé el hilo de la situación, me levanté del suelo, dejé de agonizar mi pasado, y sostuve el presente con mi propia voluntad. Tres o cuatro lágrimas centellearon en mis ojos, pero casi que no las noté, sabía que eso no significaba que había perdido la batalla, si no que todavía me quedaba mucho por lo que luchar.
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